
Cuántas veces se discutió, durante el pasado año, acerca del auspicioso porvenir de la historieta nacional. Decenas de vítores fueron lanzadas a raíz de las publicaciones de Perú.21, y más de uno (me incluyo) se animó a izar la bandera del resurgimiento. Sin embargo, meses después, y ya en perspectiva, caemos en la cuenta de que nuestro amado arte secuencial no ha logrado siquiera rozar el perímetro de la escena cultural de nuestro país. ¿Es que acaso nos resulta tan difícil incomodarnos por la intrascendencia de nuestro medio? ¿O será que nos hemos resignado a no asomar las narices fuera de nuestros ghettos? Quiero resistir ante la idea de creer que realmente somos felices siendo inofensivos. Quiero que aquella infausta frase de Shakespeare deje de retumbar en mi cabeza: "Bien podría estar encerrado en una cáscara de nuez, y aún así sentirme rey del espacio infinito".
Intento explicarme la dura realidad, y no puedo más que llegar a una única y triste conclusión: la culpa es nuestra, y de nadie más. El fanático de la historieta aún cumple con el estereotipo del sujeto devorado por la basura popular, y que es incapaz de trascender hacia discusiones de índole medianamente académico. La capacidad de abstracción y de debate aún nos es ajena, y por lo mismo la intelectualidad local no hurga en nuestro círculo, en busca de ideas inteligentes.

Pero, si de por sí nuestro error es imperdonable, lo es más aún nuestra persistencia en él. Cuánta razón tenía Cortázar, al afirmar que "el mero permanecer ya es recaída". Desde esta premisa, el friki local estaría condenado a recaer eternamente en las conversaciones superficiales, los datos absurdos, y el humor nerd. Es justamente este realizarse a través de la futilidad, lo que finalmente terminará por costarnos la vida, figurativamente hablando. Y, lo peor de todo, será que nadie se dignará a lamentarse, cuando hayamos muerto como escena.
Cuánta inocencia se respira aún en nuestros comentarios, cuántas ganas de no ser nada. Y qué lejos nos queda la crítica, ese fantasma que todavía no se anima a cobrar forma ni color, a falta de cultores. En otras palabras: cuán escasa resulta nuestra pasión.
Sin embargo, y aunque todo indique lo contrario, nuestro apocalipsis aún no ha llegado. Todavía estamos a tiempo de levantarnos en armas, y de llevar a cabo una revolución cultural, una total reinvención de la movida historietística. Pero, para que eso ocurra, es necesario negarnos a nosotros mismos, desde que todo cambio implica violencia. No nos conformemos con leer cómics: seamos seres humanos que leen cómics. Sacudámonos la desidia intelectual, y ampliemos nuestro rango de lecturas. Apaguemos la televisión, y salgamos a discutir. Apasionémonos con nuestros debates. Lavémosle la cara a nuestra escena, de una vez por todas.
César Santivañez